martes, 22 de septiembre de 2009

Avioncitos de papel (Anónimo)


Cuando yo era pequeño, a mi clase venía una niña que era muy bonita. A mí me gustaba mucho. Y creo que yo a ella también, ya que un día cuando entré en clase, encima de la mesa me había dejado un avioncito de papel, al siguiente día, tenía dos, al otro, tres, hasta que llegó un día que tenía todo el pupitre lleno de avioncitos de papel. Y aunque era muy timido, ya no pude aguantarme más y le pregunté
- ¿Por qué me dejas tantos avioncitos de papel?.
Y ella me contestó:
- Porque tú eres mi cielo.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Asamblea en la carpintería (Anónimo)


Cuentan que en la carpintería hubo una vez una extraña asamblea.
Fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias.
El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa? ¡Hacía demasiado ruido! Y además se pasaba el tiempo golpeando.
El martillo aceptó su culpa, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo, dijo que había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo.
Ante el ataque,el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija. Hizo ver que era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás.
Y la lija estuvo de acuerdo, a condición que fuera expulsado el metro que siempre se la pasaba midiendo a los demás según su medida, como si fuera el único perfecto.
En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo.
Utilizó el martillo, la lija, el metro y el tornillo.
Finalmente la tosca madera inicial se convirtió en un lindo mueble.
Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, la asamblea reanudó la deliberación.
Fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho, y dijo:
Señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el Carpintero trabaja con nuestras cualidades. Eso es lo que nos hace valiosos.
Así que no pensemos ya en nuestros puntos malos y concentrémonos en la utilidad de nuestros puntos buenos La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija era especial para afinar y limar asperezas y observaron que el metro era preciso y exacto.
Se sintieron entonces un equipo capaz de producir muebles de calidad.
Se sintieron orgullosos de sus fortalezas y de trabajar juntos.
No Ocurre lo mismo con los seres humanos?
Observa y lo comprobarás. Cuando el ser humano busca a menudo defectos en los demás, la situación se vuelve tensa y negativa.
En cambio,cuando tratamos con sinceridad de percibir los puntos fuertes de los demás, es ahí donde florecen los mejores logros humanos.
Es fácil encontrar defectos. Cualquier tonto puede hacerlo, Pero encontrar cualidades, eso es para los espíritus superiores que son capaces de inspirar todos los éxitos humanos.

Aprendiz de samurai (Anónimo)


Hoy era un día feliz para Kan, hoy cumplía 12 años y su padre había prometido concederle el mayor de los tesoros. Una espada de Samurai. Naturalmente no sería una espada de doble diamante como la de su padre, sería una sencilla espada katana. Lo demás habría de ganárselo por si mismo. Era un inmenso honor el que le hacía su padre. A partir de ahora dejaba de ser un niño para convertiste en todo un aprendiz de Samurai. Un brillante futuro se presentaba por delante si estaba dispuesto a aprender y a trabajar. Y kan lo estaba desde lo más profundo de su corazón.
Su padre Kazo estaba frente a él, solemne e imponente como era natural en su persona. El anciano Samurai aparentaba mucha menos edad de la que realmente tenía, solo su larga cabellera blanca y unos ojos llenos de sabiduría rebelaban su verdadera edad. Su armadura de General Samuai reflejaba los dorados rayos del sol como si fuera de oro mientras que los dobles diamantes engastados en la empuñadura de su propia espada katana formaba un doble arco iris enlazado en su base. Kazo había luchado mil batallas y formado a cientos de Samurais, y por fin hoy iba a instruir a su propio hijo. Un acontecimiento que llevaba esperando desde hace doce años. En sus manos sostenía la futura katana de su hijo, un arma poderosa que debía usarse con sabiduría. Kan debía entender que lo más importante de un Samuai no era su arma, sino su sabiduría y su honor.
La cara de Kan resplandeciente de honor y gozo al recibir su espada, llenó el corazón de su padre de un orgullo como nunca antes había sentido. Ahora ya era oficial, el joven aprendiz había superado todas las sutiles trampas que se le habían tendido y por sus propios méritos se había convertido en uno más del clan.
Esa misma noche, después de las celebraciones y las risas, padre e hijo se sentaron juntos alrededor de la hoguera. La noche era cálida y en el cielo lucían las estrellas como luciérnagas en un estanque, la Luna llena brillaba con fuerza, como si quisiera arropar al joven Samurai con sus rayos de luz.
- Hijo mío - La voz de Kazo era grabe, relajante y penetrante como las caricias de una madre - Hoy has dado un paso muy importante en tu vida. Has dejado de ser una persona normal, has dejado el bosque para introducirte en el camino de la vida por el sendero del Samurai. Has superado la trampa invisible que tienden los fantasmas del miedo y del fracaso. Nunca luches contra los fantasmas del miedo, ellos harán que todos los problemas parezcan agolparse para vencerte y doblegarte, cuando estos fantasmas te ataquen, no te defiendas, sigue adelante enfentandote a los problemas uno a uno. Ese es el único secreto del éxito hijo mío.
- Si padre, estas semanas las dudas recorrían mi mente - Kan miraba a la Luna en busca de fuerzas para expresar lo que había sentido - no sabía si sería capaz de llegar al final, tenía miedo de entrar en la senda del Samurai por miedo al fracaso, por miedo a decepcionarte, por miedo a que se rieran de mi los demás mientras no domine todas las técnicas como lo hace un Samurai de verdad. Era un dolor intenso - dijo mientras su mano se posaba en su estomago - como si me clavaran afiladas agujas en el estomago. Pero me di cuenta que si no empezaba, habría fracasado aun antes de intentarlo. - Sus ojos se clavaron en los de su padre - No se si llegaré algún día a ser un Samurai tan bueno y poderoso como tú padre, pero ten por seguro que lo intentaré hasta con el ultimo vestigio de mi alma, nunca me rendiré al camino. Siempre seguiré adelante.
Kazo no podría estar más orgulloso. Su hijo poseía una fuerza que le conduciría allí donde el quisiera. Por que nadie mejor que el viejo Samurai sabía que él mayor secreto para conseguir en la vida lo que se desea es el no rendirse jamas. A su tierna edad ya conocía ese secreto sin duda llegaría muy lejos, mucho más lejos que su padre el General de Generales.
- Hijo, ahora eres parte de los Samurais y por lo tanto has de regirte como tal - El viejo Samurai cogió un grueso leño y se lo paso a su hijo. - Parte este leño hijo mío, se que puedes hacerlo.
- Pero padre, este leño es muy grueso, - dijo el joven abatido - y yo solo tengo doce años, aun no soy un hombre maduro. No tengo la fuerza suficiente.
- Claro que tienes la fuerza hijo, pero tu fuerza no esta en tus músculos - sentenció a la vez que rodeaba con su grande y cálida mano el estrecho brazo de su hijo - Si no en tu cabeza, es en tu inteligencia y en tu fuerza de voluntad donde posees la energía suficiente para realizar todo aquello que desees. Si piensas que no eres capaz de hacerlo... seguramente nunca serás capaz. Sin embargo, si estás convencido de que es posible, y desde el fondo de tu corazón brilla la verde llama de la esperanza y la fe en ti mismo. Podrás hacer lo que desees, solo habrás de buscar el medio.
- Pero padre... - Kan quería creer a su padre, era un Samurai y los Samurais nunca mienten. Entonces debía existir una forma... pero cual - ¡Ya se! Ahora yo también soy un Samurai, ¡puedo hacer lo imposible!
Y desenfundando por primera vez su espada katana lanzó con todas sus fuerzas un terrible golpe contra el tronco... consiguiendo que la katana se incrustara fuertemente dentro del tronco. Kan intentó sacarla de un tirón, pero sus esfuerzos eran inútiles. Estaba demasiado fuertemente enganchada. Se estaba poniendo muy nervioso, y si no fuera por que la cálida mano de su padre le calmó, como tantas veces había hecho de pequeño, se habría echado a llorar.
- Tu intento ha sido digno de elogio Kan, pero has de aprender antes de hacer. - El viejo samurai tomo entre sus manos la espada de su hijo y con un giro rápido de muñeca extrajo la espada del tronco. - Has de fijarte pequeños objetivos, fáciles de cumplir con tus capacidades, para conseguir lo que deseas. - Dicho esto devolvió la espada a su hijo. - Primero intenta crear una zanja en el tronco, no de un golpe directo, si no de dos curvos que te ayuden a debilitar la rama.
Kan lanzó un tajo curvo y cortante que hizo saltar unas astillas del tronco, a continuación lanzó otro en dirección opuesta que hizo que casi la mitad del tronco se dispersara por el suelo. Animado repitió la operación y unos instantes después el grueso tronco reposaba en el suelo, partido en dos pedazos y un montón de astillas.
- Tienes razón padre! El tronco entero era demasiado para mí, pero poco a poco he logrado debilitarlo y al final yo he vencido. Si hubiera pensado que no podía, nunca lo hubiera intentado. Pero decidí que era capaz, que debía de existir una manera de cortarlo y la encontré!
- Siempre existe una manera - La voz del viejo Samurai penetro en los oídos de su hijo grabando estas palabras a fuego - siempre existe una manera de lograr lo que deseamos.
- Y para ello debemos hacer lo que sea padre - Pregunto inocentemente Kan.
Kazo se alarmo, no quería que su hijo le interpretara mal, siempre había que regirse por el honor y la generosidad, pero una ve que vio la inocente mirada de su hijo, la calma se apoderó otra vez de su corazón.
- Hijo, Puedes conseguir todo lo que desees en la vida solo con que ayudes a otras personas a conseguir lo que ellas desean.
- No entiendo padre.
- Tu sabes que el granjero siempre recoge más de lo que siembra ¿No es así? - Kazo sabía que su hijo había ayudado a sembrar a sus vecinos y se había quedado maravillado al ver como crecían las planas día a día y como de un puñado se semillas surgían, con el tiempo, cientos de sabrosos frutos - Pues igual que el granjero siempre recoge más que lo que siembra, tu debes saber que no estas solo y has de ayudar todo lo que puedas a tu equipo, si lo haces así después recogerás la cosecha más fructífera que nunca ayas soñado.
Kan quedó pensativo, todavía era muy joven para entender todas las palabras de su padre, pero el sabía que su padre siempre había sido generoso y gracias a ello había llegado a ser un general de generales, por eso decidió firmemente que él haría lo mismo.
- Padre, tengo una duda que me atormenta - Se sinceró Kan - antes no te la quise decir por que hoy es un día de dicha. Pero no concuerda con lo que me acabas de decir.
- ¿Si hijo?
- Ayer conté a mis amigos del pueblo que me iba a convertir en Samurai, que aprendería los secretos de nuestro arte y que me convertiría en el tipo de guerrero más poderoso que existe - los ojos de Kan se clavaron en el crujiente fuego - y los otros niños se rieron de mí, me dijeron que era un blandengue, que todo eran mentiras y que tuviera cuidado por que lo más seguro es que me dieran una paliza los verdaderos Samurais por mentiroso y que luego me echarían a la hoguera. ¿he de ser generoso también con esos niños padre?
- Hijo... - Una sonrisa de comprensión surcaba los labios del viejo Samurai, a él le había pasado lo mismo en su juventud y sabía que las mismas personas que hoy criticaba y ridiculizaban a su hijo, mañana serían sus más fervientes admiradores por su valentía y coraje - Hay una forma muy fácil de evitar las criticas...
-¿Cual es padre? - Pregunto entusiasmado Kan
- ... simplemente no seas nada y no hagas nada, consigue un trabajo de barrendero y mata tu ambición. Es un remedio que nunca falla.
- ¡Pero Padre! Eso no es lo que yo quiero, yo quiero ser fuerte y poderoso como tú, tengo aspiraciones y sueños que quiero cumplir en la vida. Y solo tengo esta vida para hacer esos sueños realidad ¿Como me pides que haga eso?
- Entonces Kan, ten mucho cuidados con los ladrones de sueños - dijo Kazo misterioso - ¿Los ladrones de sueños? - El niño Samurai miro temeroso a su alrededor
- ¿Que son? ¿demonios de la noche? ¿Duendes malignos? ¿Seres tenebrosos?
- No hijo, son tus amigos y personas cercanas a ti - Los ojos de su hijo lo miraban con una expresión triste, como si le acabara de caer el mundo encima - No te preocupes, solo son amigos tuyos, mal informados que quieren protegerte, quieren todo el bien para ti y que no sufras, por eso intentarán detenerte en todos los proyectos que hagas, para evitar que fracases y te hagas daño.
- Pero entonces son como los fantasmas del miedo y del fracaso, quieren mi bien y sin embargo me infringen el mayor daño que puede existir. Róbame mis sueños, mis ambiciones y por tanto las más poderosas armas que tengo de alcanzar lo que yo quiero. Si nunca lo intento... nunca lo conseguiré. Es cierto que si lo intento puedo fracasar, sin embargo también puedo tener éxito y conseguir lo que yo quiero!
- Eso es hijo y además, sin quererlo, acabas de descubrir tus tres armas más poderosas.
- ¡Cuales! dímelo - su ilusión ante la perspectiva de tener más armas era enorme.
- La primera el Entusiasmo, si crees en lo que haces y de verdad te gusta podrás conseguirlo todo y debes creerlo con todos los vestigios de tu ser.
Kan asintió con la cabeza temeroso de interrumpir a su padre.
- La segunda ¡El Empuje! Has de aprender y trabajar, aprender y trabajar y después... enseñar, aprender y trabajar. Solo con el trabajo conseguirás tus objetivos. Si pretendes aprovecharte de la gente solo encontraras el fracaso, sin embargo, si trabajas con honor, en equipo y siempre intentas superarte... no habrá nada que pueda pararte.
Kan poso la mano en su corazón y se prometió a si mismo, en absoluto silencio que siempre trabajaría con honor y que nadie le pararía.
- Y tercer la Constancia - los ojos de Kan preguntaban a su padre que era la constancia, acaso no era lo mismo que el empuje - La Constancia hijo mío, es la capacidad de aguantar en los tiempos duros y seguir trabajando para que vengan los tiempos buenos, la constancia es el Arte de Continuar Siempre! Tú ahora acabas de empezar y mañana empezarás a practicar con los Samurais. Al principio, después de cada entrenamiento, te dolerán los músculos y estarás cansado, tendrás ganas de abandonarlo todo por que pensarás que esto es demasiado duro para ti. Pero si eres Contante y continuas aprendiendo y practicando, poco a poco tu cuerpo se irá adaptartando y desarrollando, así como tu mente. Y veras como cada vez las cosas te resultarán más fáciles y obtendrás más resultados y más fácilmente. Los comienzos son siempre duros hijo, y solo si eres Contante tendrás el éxito asegurado.
Kazo vio como su joven hijo asentía medio dormido. Ya era tarde y hoy había aprendido más que en toda su vida. EL viejo Samurai cogió a su joven hijo y ahora aprendiz de su arte en sus brazos, levantando, a pesar de su avanzada edad, como si de una pluma se tratara.
Su hijo le susurro algo al oído como "gracias papa!" antes de quedarse dormido. El general de generales se preguntó si realmente su hijo seguiría al pie de la letra todos los consejos que hoy había aprendido. Sabía que si así lo hacía llegaría aun más alto de lo que él, general de generales, había logrado.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Anaconda (Horacio Quiroga)


Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en sordos relámpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba aún lejos.
Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará de un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en los ofidios reemplaza pertectamente a los dedos.
Iba de caza. AI llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló prolijamente sobre sí misma removióse aún un momento acomodándose y después de bajar la cabeza al nivel de sus anillos, asentó la mandíbula inferior y esperó inmóvil. Minuto tras minuto esperó cinco horas. AI cabo de este tiempo continuaba en igual inmovilidad. ¡Mala noche! Comenzaba a romper el día e iba a retirarse, cuando cambió de idea. Sobre el cielo lívido del este se recortaba una inmensa sombra.
-Quisiera pasar cerca de la Casa -se dijo la yarará-. Hace días que siento ruido, y es menester estar alerta....
Y marchó prudentemente hacia la sombra.
La casa a que hacía referencia Lanceolada era un viejo edificio de tablas rodeado de corredores y todo blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el edificio había estado deshabitado. Ahora se sentían ruidos insólitos, golpes de fierros, relinchos de caballo, conjunto de cosas en que trascendía a la legua la presencia del Hombre. Mal asunto...
Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho más pronto de lo que hubiera querido.
Un inequívoco ruido de puerta abierta llegó a sus oídos. La víbora irguió la cabeza, y mientras notaba que una rubia claridad en el horizonte anunciaba la aurora, vio una angosta sombra, alta y robusta, que avanzaba hacia ella. Oyó también el ruido de las pisadas -el golpe seguro, pleno, enormemente distanciado que denunciaba también a la legua al enemigo.
-¡El Hombre! -murmuró Lanceolada. Y rápida como el rayo se arrolló en guardia.
La sombra estuvo sobre ella. Un enorme pie cayó a su lado, y la yarará, con toda la violencia de un ataque al que jugaba la vida, lanzó la cabeza contra aquello y la recogió a la posición anterior.
El Hombre se detuvo: había creído sentir un golpe en las botas. Miró el yuyo a su rededor sin mover los pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad apenas rota por el vago día naciente, y siguió adelante.
Pero Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del Hombre. La yarará emprendió la retirada a su cubil llevando consigo la seguridad de que aquel acto nocturno no era sino el prólogo, del gran drama a desarrollarse en breve.
AI día siguiente, la primera preocupación de Lanceolada fue el peligro que con la llegada del Hombre se cernía sobre la Familia entera. Hombre y Devastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de los Animales. Para las víboras en particular, el desastre se personificaba en dos horrores: el machete escudriñando, revolviendo el vientre mismo de la selva, y el fuego aniquilando el bosque en seguida, y con él los recónditos cubiles.
Tornábase, pues, urgente prevenir aquello. Lanceolada esperó la nueva noche para ponerse en campaña. Sin gran trabajo halló a dos compañeras, que lanzaron la voz de alarma. Ella, por su parte, recorrió hasta las doce los lugares más indicados para un feliz encuentro, con suerte tal que a las dos de la mañana el Congreso se hallaba, si no en pleno, por lo menos con mayoría de especies para decidir qué se haría.
En la base de un murallón de piedra viva, de cinco metros de altura, y en pleno bosque, desde luego, existía una caverna disimulada por los helechos que obstruían casi la entrada. servía de guarida desde mucho tiempo atrás a Terrífica, una serpiente de cascabel, vieja entre las viejas, cuya cola contaba treinta y dos cascabeles. Su largo no pasaba de un metro cuarenta, pero en cambio su grueso alcanzaba al de una botella. Magnífico ejemplar, cruzada de rombos amarillos; vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas en el mismo lugar frente al enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal interno que son, como se sabe, si no los más grandes, los más admirablemente constituidos de todas las serpientes venenosas.
Fue allí en consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y presidido por la víbora de cascabel, se reunió el Congreso de las Víboras. Estaban allí, fuera de Lanceolada y Terrífica, las demás yararás del país: La pequeña Coatiarita, benjamín de la Familia, con La línea rojiza de sus costados bien visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba allí, negligentemente tendida como si se tratara de todo menos de hacer admirar las curvas blancas y cafés de su lomo sobre largas bandas color salmón, la esbelta Neuwied, dechado de belleza, y que había guardado para sí el nombre del naturalista que determinó su especie. Estaba Cruzada -que en el sur llaman víbora de La cruz-, potente y audaz rival de Neuwied en punto a belleza de dibujo. Estaba Atroz, de nombre suficientemente fatídico; y por último, Urutú Dorado, la yararacusú, disimulando discretamente en el fondo de La caverna sus ciento setenta centímetros de terciopelo negro cruzado oblicuamente por bandas de oro.
Es de notar que las especies del formidable género Lachesis, o yararás, a que pertenecían todas las congresales menos Terrífica, sostienen una vieja rivalidad por la belleza del dibujo y el color. Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como ellos.
Según las leyes de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el país puede presidir las asambleas del Imperio. Por esto Urutú Dorado, magnífico animal de muerte, pero cuya especie es más bien rara, no pretendía este honor, cediéndolo de buen grado a la víbora de cascabel, más débil, pero que abunda milagrosamente.
El Congreso estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión.
-¡Compañeras! -dijo-. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas nosotras, al tratar de salvar nuestro Imperio de la invasión enemiga. Sólo un medio cabe, pues la experiencia nos dice que el abandono del terreno no remedia nada. Este medio, ustedes lo saben bien, es la guerra al Hombre, sin tregua ni cuartel, desde esta noche misma, a la cual cada especie aportará sus virtudes. Me halaga en esta circunstancia olvidar mi especificación humana: no soy ahora una serpiente de cascabel; soy una yarará, como ustedes. Las yararás, que tienen a la Muerte por negro pabellón. ¡Nosotras somos la Muerte, compañeras! Y entre tanto, que alguna de las presentes proponga un plan de campaña.
Nadie ignora, por lo menos en el Imperio de las Víboras, que todo lo que Terrífica tiene de largo en sus colmillos, lo tiene de corto en su inteligencia. Ella lo sabe también, y aunque incapaz por lo tanto de idear plan alguno, posee, a fuerza de vieja reina, el suficiente tacto para callarse.
Entonces Cruzada, desperezándose, dijo:
-Soy de la opinión de Terrífica, y considero que mientras no tengamos un plan, nada podemos ni debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestra primas sin veneno: las Culebras.
Se hizo un largo silencio. Evidentemente, la proposición no halagaba a las víboras. Cruzada se sonrió de un modo vago y continuó:
-Lamento lo que pasa. Pero quisiera solamente recordar esto: Si entre todas nosotras pretendiéramos vencer a una culebra, no lo conseguiríamos. Nada más quiero decir.
-Si es por su resistencia al veneno -objetó perezosamente Urutú Dorado, desde el fondo del antro-, creo que yo sola me encargaría de desengañarlas.
-No se trata de veneno -replicó desdeñosamente Cruzada-. Yo también me bastaría... -agregó con una mirada de reojo a la yararacusú-. Se trata de su fuerza, de su destreza, de su nerviosidad, como quiera llamársele. Cualidades de lucha que nadie pretenderá negar a nuestras primas. Insisto en que en una campaña como la que queremos emprender, las serpientes nos serán de gran utilidad; más: de imprescindible necesidad.
Pero la proposición desagradaba siempre.
-¿Por qué las culebras? -exclamó Atroz-. Son despreciables.
-Tienen ojos de pescado-agregó la presuntuosa Coatiarita.
-¡Me dan asco! -protestó desdeñosamente Lanceolada.
-Tal vez sea otra cosa la que te dan.... -murmuró Cruzada mirándola de reojo.
-¿A mí? -silbó Lanceolada, irguiéndose-. ¡Te advierto que haces mala figura aquí, defendiendo a esos gusanos corredores!
-Si te oyen las Cazadoras... -murmuró irónicamente Cruzada.
Pero al oír este nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agitó.
-¡No hay para qué decir eso! -gritaron-. ¡Ellas son culebras, y nada más!
-¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! -replicó secamente Cruzada-. Y estamos en Congreso.
También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se extiende más al sur. Cuestión de coquetería en punto a belleza, según las culebras.
-¡Vamos, vamos! -intervino Terrífica-. Que Cruzada explique para qué quiere la ayuda de las culebras, siendo así que no representan la Muerte como nosotras.
-¡Para esto! -replicó Cruzada ya en calma-. Es indispensable saber qué hace el Hombre en la casa; y para ello se precisa ir hasta allá, a la casa misma. Ahora bien, la empresa no es fácil, porque si el pabellón de nuestra especie es la Muerte, el pabellón del Hombre es también la Muerte, y bastante más rápida que la nuestra.. Las culebras nos aventajan inmensamente en agilidad. Cualquiera de nosotras iría y vería. Pero ¿volvería? Nadie mejor para esto que la Ñacaniná. Estas exploraciones forman parte de sus hábitos diarios, y podría, trepada al techo, ver, oir y regresar a informarnos antes de que sea de día.
La proposición era tan razonable que esta vez la asamblea entera asintió, aunque con un resto de desagrado.
-¿Quién va a buscarla? -preguntaron varias voces.
Cruzada desprendió la cola de un tronco y se deslizó afuera.
-¡Voy yo! -dijo-. En seguida vuelvo.
-¡Eso es! -le lanzó Lanceolada de atrás-. ¡Tú que eres su protectora la hallarás en seguida!
Cruzada tuvo aún tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacó la lengua, reto a largo plazo.
Cruzada halló a la Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol.
-¡Eh, Ñacaniná! -llamó con un leve silbido.
La Ñacaniná oyó su nombre; pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva llamada.
-¡Ñacaniná! -repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido.
-¿Quién me llama? -respondió la culebra.
-¡Soy yo, Cruzada!...
-¡Ah, la prima!.... ¿qué quieres, prima adorada?
-No se trata de bromas, Ñacaniná... ¿Sabes lo que pasa en la Casa?
-Sí, que ha llegado el Hombre... ¿qué más?
-Y, ¿sabes que estamos en Congreso?
-¡Ah, no; esto no lo sabía! -repuso la Ñacaniná deslizándose cabeza abajo contra el árbol, con tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal-. Algo grave debe pasar para eso... ¿Qué ocurre?
-Por el momento, nada; pero nos hemos reunido en Congreso precisamente para evitar que nos ocurra algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. Es la Muerte para nosotras.
-Yo creía que ustedes eran la Muerte por sí mismas... ¡No se cansan de repetirlo! -murmuró irónicamente la culebra.
-¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná.
-¿Para qué? ¡Yo no tengo nada que ver aquí!
-¿Quién sabe? Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras; las Venenosas. Defendiendo nuestros intereses, defiendes los tuyos.
-¡Comprendo! -repuso la Ñacanina después de un momento en el que valoró la suma de contingencias desfavorables para ella por aquella semejanza.
-Bueno; ¿contamos contigo?
-¿Qué debo hacer?
-Muy poco. Ir en seguida a la Casa, y arreglarte allí de modo que veas y oigas lo que pasa.
-¡No es mucho, no! -repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el tronco-. Pero es el caso agregó- que allá arriba tengo la cena segura... Una pava del monte a la que desde anteayer se le ha puesto en el copete anidar allí.
-Tal vez allá encuentres algo que comer -la consoló suavemente Cruzada.
Su prima la miró de reojo.
-Bueno en marcha -reanudó la yarará-. Pasemos primero por el Congreso.
-¡Ah, no! -protestó la Ñacaniná-. ¡Eso no! ¡Les hago a ustedes el favor, y en paz! Iré al Congreso cuando vuelva.... si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cáscara rugosa de Terrífica, los ojos de ratón de Lanceolada y la cara estúpida de Coralina. ¡Eso, no!
-No está Coralina.
-¡No importa! Con el resto tengo bastante.
-¡Bueno, bueno! -repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié-. Pero si no disminuyes un poco la marcha, no te sigo.
En efecto, aun a todo correr, la yarará no podía acompañar el deslizar veloz de la Ñacaniná.
-Quédate, ya estás cerca de las otras -contestó la culebra. Y se lanzó a toda velocidad, dejando en un segundo atrás a su prima Venenosa.
Un cuarto de hora después la Cazadora llegaba a su destino. Velaban todavía en la Casa. Por las puertas, abiertas de par en par, salían chorros de luz, y ya desde lejos la Ñacaniná pudo ver cuatro hombres sentados alrededor de la mesa.
Para llegar con impunidad sólo faltaba evitar el problemático tropiezo con un perro. ¿Los habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Por esto deslizóse adelante con gran cautela, sobre todo cuando llegó ante el corredor.
Ya en él, observó con atención. Ni enfrente, ni a la derecha, ni a la izquierda había perro alguno. Sólo allá, en el corredor opuesto y que la culebra podía ver por entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía echado de costado.
-La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba podía oír, pero no ver el panorama entero de los hombres hablando, la Culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo que deseaba en un momento. Trepó por una escalera recostada a la pared bajo el corredor y se instaló en el espacio libre entre pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por más precauciones que tomara al deslizarse, un viejo clavo cayó al suelo y un hombre levantó los ojos.
-¡Se acabó! -se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración.
Otro hombre miró también arriba.
-¿Qué hay? -preguntó.
-Nada -repuso el primero Me pareció ver algo negro por allá.
-Una rata.
-Se equivocó el Hombre -murmuró para sí la culebra.
-Alguna Ñacaniná.
-Acertó el otro Hombre -murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha.
Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y la Ñacaniná vio y oyó durante media hora.
La Casa, motivo de preocupación de la selva, habíase convertido en establecimiento científico de la más grande importancia. Conocida ya desde tiempo atrás la particular riqueza en víboras de aquel rincón del territorio, el Gobierno de la Nación había decidido la creación de un Instituto de Seroterapia Ofídica, donde se prepararían sueros contra el veneno de las víboras. La abundancia de éstas es un punto capital, pues nadie ignora que la carencia de víboras de que extraer el veneno es el principal inconveniente para una vasta y segura preparación del suero.
El nuevo establecimiento podía comenzar casi en seguida, porque contaba con dos animales -un caballo y una mula- ya en vías de completa inmunización. Habíase logrado organizar el laboratorio y el serpentario Este último prometía enriquecerse de un modo asombroso, por más que el Instituto hubiera llevado consigo no pocas serpientes venenosas, las mismas que servían para inmunizar a los animales citados. Pero si se tiene en cuenta que un caballo, en su último grado de inmunización, necesita seis gramos de veneno en cada inyección (cantidad suficiente desde para matar doscientos cincuenta caballos), se comprenderá que deba ser muy grande el número de víboras en disponibilidad que requiere un Instituto del género.
Los días, duros al principio, de una instalación en la selva, mantenían al personal superior del Instituto en vela hasta media noche, entre planes de laboratorio y demás.
-Y los caballos, ¿cómo están hoy? -preguntó uno, de lentes negros, y que parecía ser el jefe del Instituto.
-Muy caídos -repuso otro-. Si no podemos hacer una buena recolección en estos días...
La Ñacaniná, inmóvil sobre el tirante, ojos y oídos alertos, comenzaba a tranquilizarse.
-Me parece -Se dijo- que las primas venenosas se han llevado un susto magnífico. De estos hombres no hay gran cosa que temer....
Y avanzando más la cabeza, a tal punto que su nariz pasaba ya de la línea del tirante, observó con más atención.
Pero un contratiempo evoca otro.
-Hemos tenido hoy un día malo -agregó uno-. Cinco tubos de ensayo se han roto....
La Ñacaniná sentíase cada vez más inclinada a la compasión. -¡Pobre gente! -murmuró-. Se les han roto cinco tubos...
Y se disponía o abandonar su escondite para explorar aquella inocente casa, cuando oyó:
-En cambio, las víboras están magníficas... Parece sentarles el país.
-¿Eh? -dio una sacudida la culebra, jugando velozmente con la lengua-. ¿Qué dice ese pelado de traje blanco?
Pero el hombre proseguía:
Para ellas, sí, el lugar me parece ideal... Y las necesitamos urgentemente, los caballos y nosotros.
-Por suerte, vamos a hacer una famosa cacería de víboras en este país. No hay duda de que es el país de las víboras.
-Hum..., hum..., hum... -murmuró Ñacaniná, arrollándose. en el tirante cuanto le fue posible- Las cosas comienzan a ser un poco distintas... Hay que quedar un poco más con esta buena gente... Se aprenden cosas curiosas.
Tantas cosas curiosas oyó, que cuando, al cabo de media hora, quiso retirarse, el exceso de sabiduría adquirida le hizo hacer un falso movimiento, y la tercera parte de su cuerpo cayó, golpeando la pared de tablas. Como había caído de cabeza, en un instante la tuvo enderezada hacia la mesa, la lengua vibrante.
La Ñacaniná, cuyo largo puede alcanzar a tres metros, es valiente, con seguridad la más valiente de nuestras serpientes. Resiste un ataque serio del hombre, que es inmensamente mayor que ella, y hace frente siempre. Como su propio coraje le hace creer que es muy temida, la nuestra se sorprendió un poco al ver que los hombres, enterados de lo que se trataba, se echaban a reír tranquilos.
-Es una Ñacaniná... Mejor; así nos limpiará la casa de ratas.
-¿Ratas?... -silbó la otra. Y como continuaba provocativa, un hombre se levantó al fin.
-Por útil que sea, no deja de ser un mal bicho... Una de estas noches la voy a encontrar buscando ratones dentro de mi cama...
Y cogiendo un palo próximo, lo lanzó contra la Ñacaniná a todo vuelo. El palo pasó silbando junto a la cabeza de la intrusa y golpeó con terrible estruendo la pared.
Hay ataque y ataque. Fuera de la selva y entre cuatro hombres, la Ñacaniná no se hallaba a gusto. Se retiró a escape, concentrando toda su energía en la cualidad que, conjuntamente con el valor, forman sus dos facultades primas: la velocidad para correr.
Perseguida por los ladridos del perro, y aun rastreada buen trecho por éste -lo que abrió nueva luz respecto a las gentes aquellas-, la culebra llegó a la caverna. Pasó por encima de Lanceolada y Atroz, y se arrolló a descansar, muerta de fatiga.
-¡Por fin! -exclamaron todas, rodeando a la exploradora-. Creíamos que te ibas a quedar con tus amigos los hombres...
-¡Hum!... -murmuró Ñacaniná.
-¿Qué nuevas nos traes? -preguntó Terrífica.
-¿Debemos esperar un ataque, o no tomar en cuenta a los Hombres?
-Tal vez fuera mejor esto... Y pasar al otro lado del río repuso Ñacaniná.
-¿Qué?... ¿Cómo?... -saltaron todas-. ¿Estás loca?
-Oigan, primero. -¡Cuenta, entonces!
Y Ñacaniná contó todo lo que había visto y oído: la instalación del Instituto Seroterápico, sus planes, sus fines y la decisión de los hombres de cazar cuanta víbora hubiera en el país.
-¡Cazarnos! -saltaron Urutú Dorado, Cruzada y Lanceolada, heridas en lo más vivo de su orgullo-. ¡Matarnos, querrás decir!
-¡No! ¡Cazarlas, nada más! Encerrarlas, darles bien de comer y extraerles cada veinte días el veneno. ¿Quieren vida más dulce?
La asamblea quedó estupefacta. Ñacaniná había explicado muy bien el fin de esta recolección de veneno; pero lo que no había explicado eran los medios para llegar a obtener el suero.
¡Un suero antivenenoso! Es decir, la curación asegurada, la inmunización de hombres y animales contra la mordedura; la Familia entera condenada a perecer de hambre en plena selva natal.
-¡Exactamente! -apoyó Ñacaniná-. .No se trata sino de esto.
Para la Ñacaniná, el peligro previsto era mucho menor. ¿Qué le importaba a ella y sus hermanas las cazadoras- a ellas, que cazaban a diente limpio, a fuerza de músculos que los animales estuvieran o no inmunizados? Un solo punto obscuro veía ella, y es el excesivo parecido de una culebra con una víbora, que favorecía confusiones mortales. De ahí el interés de la culebra en suprimir el Instituto.
-Yo me ofrezco a empezar la campaña -dijo Cruzada.
-¿Tienes un plan? -preguntó ansiosa Terrífica, siempre falta de ideas.
-Ninguno. iré sencillamente mañana en la tarde a tropezar con alguien.
-¡Ten cuidado! -le dijo Ñacaniná, con voz persuasiva-. Hay varias jaulas vacías... ¡Ah, me olvidaba! -agregó, dirigiéndose a Cruzada-. Hace un rato, cuando salí de allí... Hay un perro negro muy peludo... Creo que sigue el rastro de una víbora... ¡Ten cuidado!
-¡Allá veremos! Pero pido que se llame a Congreso pleno para mañana en la noche. Si yo no puedo asistir, tanto peor...
Mas la asamblea había caído en nueva sorpresa.
-¿Perro que sigue nuestro rastro?... ¿Estás segura?
-Casi. ¡Ojo con ese perro, porque puede hacemos más daño que todos los hombres juntos!
-Yo me encargo de él -exclamó Terrífica, contenta de (sin mayor esfuerzo mental) poder poner en juego sus glándulas de veneno, que a la menor contracción nerviosa se escurría por el canal de los colmillos.
Pero ya cada víbora se disponía a hacer correr la palabra en su distrito, y a Ñacaniná, gran trepadora, se le encomendó especialmente llevar la voz de alerta a los árboles, reino preferido de las culebras.
A las tres de la mañana la asamblea se disolvió. Las víboras, vueltas a la vida normal, se alejaron en distintas direcciones, desconocidas ya las unas para las otras, silenciosas, sombrías, mientras en el fondo de la caverna la serpiente de cascabel quedaba arrollada e inmóvil fijando sus duros ojos de vidrio en un ensueño de mil perros paralizados.
Era la una de la tarde. Por el campo de fuego, al resguardo de las matas de espartillo, se arrastraba Cruzada hacia la Casa. No llevaba otra idea, ni creía necesaria tener otra, que matar al primer hombre que se pusiera a su encuentro. Llegó al corredor y se arrolló allí, esperando. Pasó así media hora. El calor sofocante que reinaba desde tres días atrás comenzaba a pesar sobre los ojos de la yarará, cuando un temblor sordo avanzó desde la pieza. La puerta estaba abierta, y ante la víbora, a treinta centímetros de su cabeza, apareció el perro, el perro negro y peludo, con los ojos entornados de sueño.
-¡Maldita bestia!... -se dijo Cruzada-. Hubiera preferido un hombre.
En ese instante el perro se detuvo husmeando y volvió la cabeza... ¡Tarde ya! Ahogó un aullido de sorpresa y movió desesperadamente el hocico mordido.
-Ya tiene éste su asunto listo... -murmuró Cruzada, replegándose de nuevo. Pero cuando el perro iba a lanzarse sobre la víbora, sintió los pasos de su amo y se arqueó ladrando a la yarará. El hombre de los lentes ahumados apareció junto a Cruzada.
-¿Qué pasa? -preguntaron desde el otro corredor.
-Una Alternatus... Buen ejemplar -respondió el hombre. Y antes que la víbora hubiera podido defenderse, sintióse estrangulada en una especie de prensa afirmada al extremo de un palo.
La yarará crujió de orgullo al verse así; lanzó su cuerpo a todos lados, trató en vano de recoger el cuerpo y arrollarlo en el palo. Imposible; le faltaba el punto de apoyo en la cola, el famoso punto de apoyo sin el cual una poderosa boa se encuentra reducida a la más vergonzosa impotencia. El hombre la llevó así colgando, y fue arrojada en el Serpentario.
Constituíalo un simple espacio de tierra cercado con chapas de cinc liso, provisto de algunas jaulas, y que albergaba a treinta o cuarenta víboras. Cruzada cayó en tierra y se mantuvo un momento arrollada y congestionada bajo el sol de fuego.
La instalación era evidentemente provisional; grandes y chatos cajones alquitranados servían de bañadera a las víboras, y varias casillas y piedras amontonadas ofrecían reparo a los huéspedes de ese paraíso improvisado.
Un instante después la yarará se veía rodeada y pasada por encima por cinco o seis compañeras que iban a reconocer su especie.
Cruzada las conocía a todas; pero no así a una gran víbora que se bañaba en una jaula cerrada con tejido de alambre. ¿Quién era? Era absolutamente desconocida para la yarará. Curiosa a su vez se acercó lentamente.
Se acercó tanto, que la otra se irguió. Cruzada ahogó un silbido de estupor, mientras caía en guardia, arrollada. La gran víbora acababa de hinchar el cuello, pero monstruosamente, como jamás había visto hacerlo a nadie. Quedaba realmente extraordinaria así.
-¿Quién eres? -murmuró Cruzada-. ¿Eres de las nuestras?
Es decir, venenosa. La otra, convencida de que no había habido intención de ataque en la aproximación de la yarará, aplastó sus dos grandes orejas.
-Sí -repuso-. Pero no de aquí; muy lejos... de la India.
-¿Cómo te llamas?
-Hamadrías... o cobra capelo real.
-Yo soy Cruzada.
-Sí, no necesitas decirlo. He visto muchas hermanas tuyas ya... ¿Cuándo te cazaron?
-Hace un rato... No pude matar.
-Mejor hubiera sido para ti que te hubieran muerto...
-Pero maté al perro.
-¿Qué perro? ¿El de aquí? .
-Sí.
La cobra real se echó a reír, a tiempo que Cruzada tenia una nueva sacudida: el perro lanudo que creía haber matado estaba ladrando...
-¿Te sorprende, eh? -agregó Hamadrías-. A muchas les ha pasado lo mismo.
-Pero es que lo mordí en la cabeza... -contestó Cruzada, cada vez más aturdida-. No me queda una gota de veneno concluyó-. Es patrimonio de las yararás vaciar casi en una mordida sus glándulas.
-Para él es lo mismo que te hayas vaciado no...
-¿No puede morir?
-Sí, pero no por cuenta nuestra... Está inmunizado. Pero tú no sabes lo que es esto...
-¡Sé! -repuso vivamente Cruzada-. Ñacaniná nos contó.
La cobra real la consideró entonces atentamente.
-Tú me pareces inteligente...
-¡Tanto como tú..., por lo menos! -replicó Cruzada.
El cuello de la asiática se expandió bruscamente de nuevo, y de nuevo la yarará cayó en guardia.
Ambas víboras se miraron largo rato, y el capuchón de la cobra bajó lentamente.
-Inteligente y valiente -murmuró Hamadrías-. A ti se te puede hablar... ¿Conoces el nombre de mi especie?
-Hamadrías, supongo.
-O ñaja búngaro.. o cobra capelo real. Nosotras somos respecto de la vulgar cobra capelo de la India, lo que tú respecto de una de esas coatiaritas.. Y ¿sabes de qué nos alimentamos?
-No.
-De víboras americanas..., entre otras cosas -concluyó balanceando la cabeza ante la Cruzada.
Esta apreció rápidamente el tamaño de la extranjera ofiófaga.
-¿Dos metros cincuenta?... -preguntó.
-Sesenta... dos sesenta, pequeña Cruzada - repuso la otra, que había seguido su mirada.
-Es un buen tamaño... Más o menos, el largo de Anaconda, una prima mía ¿Sabes de qué se alimenta?: de víboras asiáticas -y miró a su vez a Hamadrías.
-¡Bien contestado -repuso ésta, balanceándose de nuevo. Y después de refrescarse la cabeza en el agua agregó perezosamente-: ¿Prima tuya, dijiste?
-Sí.
-¿Sin veneno, entonces?
-Así es... Y por esto justamente tiene gran debilidad por las extranjeras venenosas.
Pero la asiática no la escuchaba ya, absorta en sus pensamientos.
-iÓyeme! -dijo de pronto-. ¡Estoy harta de hombres, perros, caballos y de todo este infierno de estupidez y crueldad! Tú me puedes entender, porque lo que es ésas... Llevo año y medio encerrada en una jaula como si fuera una rata, maltratada, torturada periódicamente. Y, lo que es peor, despreciada, manejada como un trapo por viles hombres... Y yo, que tengo valor, fuerza y veneno suficientes para concluir con todos ellos, estoy condenada a entregar mi veneno para la preparación de sueros antivenenosos. ¡No te puedes dar cuenta de lo que esto supone para mi orgullo! ¿Me entiendes? -concluyó mirando en los ojos a la yarará.
-Sí -repuso la otra-. ¿qué debo hacer?
-Una sola cosa; un solo medio tenemos de vengarnos. Acércate, que no nos oigan... Tú sabes la necesidad absoluta de un punto de apoyo para poder desplegar nuestra fuerza. Toda nuestra salvación depende de esto. Solamente...
-¿Qué?
La cobra real miró otra vez fijamente a Cruzada.
-Solamente que puedes morir...
-¿Sola?
-¡Oh, no! Ellos, algunos de los hombres también morirán...
-¡Es lo único que deseo! Continúa.
-Pero acércate aún... ¡Más cerca!
El diálogo continuó un rato en voz tan baja, que el cuerpo de la yarará frotaba, descamándose, contra las mallas de alambre. De pronto, la cobra se abalanzó y mordió por tres veces a Cruzada. Las víboras, que habían seguido de lejos el incidente, gritaron:
-¡Ya está! ¡Ya la mató! ¡Es una traicionera!
Cruzada, mordida por tres veces en el cuello, se arrastró pesadamente por el pasto. Muy pronto quedó inmóvil, y fue a ella a quien encontró el empleado del Instituto cuando, tres horas después, entró en el Serpentario. El hombre vio a la yarará, y empujándola con el pie, le hizo dar vuelta como a una soga y miró su vientre blanco.
-Está muerta, bien muerta... -murmuró-. Pero ¿de qué? - Y se agachó a observar a la víbora. No fue largo su examen: en el cuello y en la misma base de la cabeza notó huellas inequívocas de colmillos venenosos.
-¡Hum! -se dijo el hombre-. Esta no puede ser más que la hamadrías... Allí está, arrollada y mirándome como si yo fuera otra Alternatus... Veinte veces le he dicho al director que las mallas del tejido son demasiado grandes. Ahí está la prueba... En fin -concluyó, cogiendo a Cruzada por la cola y lanzándola por encima de la barrera de cinc-, ¡un bicho menos que vigilar!
Fue a ver al director:
-La hamadrías ha mordido a la yarará que introdujimos hace un rato. Vamos a extraerle muy poco veneno.
-Es un fastidio grande -repuso aquél- Pero necesitamos para hoy el veneno... No nos queda más que un solo tubo de suero... ¿Murió la Alternatus?
-Sí: la tiré afuera... ¿Traigo a la hamadrías?
-Ño hay más remedio.. Pero para la segunda recolección, de aquí a dos o tres horas.
...Se hallaba quebrantada, exhausta de fuerzas. Sentía la boca llena de tierra y sangre. ¿Dónde estaba?
EI velo denso de sus ojos comenzaba a desvanecerse, y Cruzada alcanzó a distinguir el contorno. Vio -reconoció- el muro de cinc, y súbitamente recordó todo: el perro negro, el lazo, la Inmensa serpiente asiática y el plan de batalla de ésta en que ella misma, Cruzada, iba jugando su vida. Recordaba todo, ahora que la parálisis provocada por el veneno comenzaba a abandonarla. Con el recuerdo tuvo conciencia plena de lo que debía hacer. ¿Sería tiempo todavía?
Intentó arrastrarse, mas en vano; su cuerpo ondulaba, pero en el mismo sitio, sin avanzar. Pasó un rato aún y su inquietud crecía.
-¡Y no estoy sino a treinta metros! -murmuraba-. ¡Dos minutos, un solo minuto de vida, y llegó a tiempo!
Y tras nuevo esfuerzo consiguió deslizarse, arrastrarse desesperada hacia el laboratorio.
Atravesó el patio, llegó a la puerta en el momento en que el empleado, con la dos manos, sostenía, colgando en el aire, la Hamadrías, mientras el hombre de los lentes ahumados le introducía el vidrio de reloj en la boca. La mano se dirigía a oprimir las glándulas, y Cruzada estaba aún en el umbral.
-¡No tendré tiempo! -se dijo desesperada. Y arrastrándose en un supremo esfuerzo, tendió adelante los blanquísimos colmiIlos. El peón, al sentir su pie descalzo abrasado por los dientes de la yarará, lanzó un grito y bailó. No mucho; pero lo suficiente para que el cuerpo colgante de la cobra real oscilara y alcanzase a la pata de la mesa, donde se arrolló velozmente. Y con ese punto de apoyo, arrancó su cabeza de entre las manos del peón y fue a clavar hasta la raíz los colmillos en la muñeca izquierda del hombre de lentes negros, justamente en una vena.
¡Ya estaba! Con los primeros gritos, ambas, la cobra asiática y la yarará, huían sin ser perseguidas.
-¡Un punto de apoyo! -murmuraba la cobra volando a escape por el campo-. Nada más que eso me faltaba. ¡Ya lo conseguí, por fin!
-Sí. -Corría la yarará a su lado, muy dolorida aún-. Pero no volvería a repetir el juego...
Allá, de la muñeca del hombre pendían dos negros hilos de sangre pegajosa. La inyección de una hamadrías en una vena es cosa demasiado seria para que un mortal pueda resistirla largo rato con los ojos abiertos, y los del herido se cerraban para siempre a los cuatro minutos.
El Congreso estaba en pleno. Fuera de Terrífica y Ñacaniná, y las yararás Urutú Dorado, Coatiarita, Neuwied, Atroz y Lanceolada, habían acudido Coralina -de cabeza estúpida, según Ñacaniná-, lo que no obsta para que su mordedura sea de las más dolorosas. Además es hermosa, incontestablemente hermosa con sus anillos rojos y negros.
Siendo, como es sabido, muy fuerte la vanidad de las víboras en punto de belleza, Coralina se alegraba bastante de la ausencia de su hermana Frontal, cuyos triples anillos negros y blancos sobre fondo de púrpura colocan a esta víbora de coral en el más alto escalón de la belleza ofídica.
Las Cazadoras estaban representadas esa noche por Drimobia, cuyo destino es ser llamada yararacusú del monte, aunque su aspecto sea bien distinto. Asistían Cipó, de un hermoso verde y gran cazadora de pájaros; Radínea, pequeña y oscura, que no abandona jamás los charcos; Boipeva, cuya característica es achatarse completamente contra el suelo apenas se siente amenazada; Trigémina, culebra de coral, muy fina de cuerpo, como sus compañeras arborícolas; y por último Esculapia, cuya entrada, por razones que se verá en seguida, fue acogida con generales miradas de desconfianza.
Faltaban asimismo varias especies de las venenosas y las cazadoras, ausencia está que requiere una aclaración.
Al decir Congreso pleno, hemos hecho referencia a la gran mayoría de las especies, y sobre todo de las que se podrían llamar reales por su importancia. Desde el primer Congreso de las Víboras se acordó que las especies numerosas, estando en mayoría, podían dar carácter de absoluta fuerza a sus decisiones. De aquí la plenitud del Congreso actual, bien que fuera lamentable la ausencia de la yarará Surucucú, a quien no había sido posible hallar por ninguna parte; hecho tanto más de sentir cuanto que esta víbora, que puede alcanzar a tres metros, es, a la vez que reina en América, viceemperatriz del Imperio Mundial de las Víboras, pues sólo una la aventaja en tamaño y potencia de veneno: la hamadrías asiática.
Alguna faltaba -fuera de Cruzada-; pero las víboras todas afectaban no darse cuenta de su ausencia.
A pesar de todo, se vieron forzadas a volverse al ver asomar por entre los helechos una cabeza de grandes ojos vivos.
-¿Se puede? -decía la visitante alegremente.
Como si una chispa eléctrica hubiera recorrido todos los cuerpos, las víboras irguieron la cabeza al oír aquella voz.
-¿Qué quieres aquí? -gritó Lanceolada con profunda irritación.
-¡Éste no es tu lugar! -exclamó Urutú Dorado, dando por primera vez señales de vivacidad.
-¡Fuera! ¡Fuera! -gritaron varias con intenso desasosiego.
Pero Terrífica, con silbido claro, aunque trémulo, logró hacerse oír.
-¡Compañeras! No olviden que estamos en Congreso, y todas conocemos sus leyes: nadie, mientras dure, puede ejercer acto alguno de violencia. ¡Entra, Anaconda!
-¡Bien dicho! -exclamó Ñacaniná con sorda ironía-. Las nobles palabras de nuestra reina nos aseguran. ¡Entra, Anaconda!
Y la cabeza viva y simpática de Anaconda avanzó, arrastrando tras de sí dos metros cincuenta de cuerpo oscuro y elástico. Pasó ante todas, cruzando una mirada de inteligencia con la Ñacaniná, y fue a arrollarse, con leves silbidos de satisfacción, junto a Terrífica, quien no pudo menos de estremecerse.
-¿Te incomodo? -le preguntó cortésmente Anaconda.
-¡No, de ninguna manera! -contestó Terrífica-. Son las glándulas de veneno que me incomodan de hinchadas...
Anaconda y Ñacaniná tornaron a cruzar una mirada irónica, y prestaron atención.
La hostilidad bien evidente de la asamblea hacia la recién llegada tenía un cierto fundamento, que no se dejará de apreciar. La Anaconda es la reina de todas las serpientes habidas y por haber, sin exceptuar al pitón malayo. Su fuerza es extraordinaria, y no hay animal de carne y hueso capaz de resistir un abrazo suyo. Cuando comienza a dejar caer del follaje sus diez metros de cuerpo liso con grandes manchas de terciopelo negro, la selva entera se crispa y encoge.- Pero la Anaconda es demasiado fuerte para odiar a sea quien fuere -con una sola excepción-, y esta conciencia de su valor le hace conservar siempre buena amistad con el Hombre. Si a alguien detesta, es, naturalmente, a las serpientes venenosas; y de aquí la conmoción de las víboras ante la cortés Anaconda.
Anaconda no es, sin embargo, hija de la región. Vagabundeando en las aguas espumosas del Paraná había llegado hasta allí con una gran creciente, y continuaba en la región, muy contenta del país, en buena relación con todos, y en particular con la Ñacaniná, con quien había trabado viva amistad. Era, Por lo demás, aquel ejemplar una joven Anaconda que distaba aún mucho de alcanzar a los diez metros de sus felices abuelos. Pero los dos metros cincuenta que media ya valían por el doble, si se considera la fuerza de esta magnífica boa, que por divertirse al crepúsculo atraviesa el Amazonas entero con la mitad del cuerpo erguido fuera del agua.
Pero Atroz acababa de tomar la palabra ante la asamblea, ya distraída.
-Creo que podríamos comenzar ya -dijo-. Ante todo, es menester saber algo de Cruzada. Prometió estar aquí en seguida.
-Lo que prometió -intervino la Ñacaniná- es estar aquí cuando pudiera. Debemos esperarla.
-¿Pará qué? -replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.
-¿Cómo para qué? -exclamó ésta, irguiéndose-. Se necesita toda la estupidez de una Lanceolada para decir esto... ¡Estoy cansada ya de oír en este Congreso disparate tras disparate! ¡No parece sino que las Venenosas representan a la Familia entera! Nadie, menos ésa -señaló con la cola a Lanceolada-, ignora que precisamente de las noticias que traiga Cruzada depende nuestro plan...
¿Que para qué esperarla?... ¡Estamos frescas si las inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!
-No insultes -le reprochó gravemente Coatiarita.
La Ñacaniná se volvió a ella:
-¿Y a ti quién te mete en esto?
-No insultes -repitió la pequeña, dignamente. Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.
-Tiene razón la minúscula prima -concluyó tranquila-. Lanceolada, te pido disculpa.
-¡No es nada! -replicó con rabia la yarará.
-¡No importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa. Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entró silbando:
-¡Ahí viene Cruzada!
-¡Por fin! -exclamaron las congresales, alegres. Pero su alegría transformóse en estupefacción cuando, detrás de la yarará, vieron entrar a una inmensa víbora, totalmente desconocida de ellas.
Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrolló lenta y paulatinamente en el centro de la caverna y se mantuvo inmóvil.
-¡Terrífica! -dijo Cruzada-. Dale la bienvenida. Es de las nuestras.
-¡Somos hermanas! -se apresuró la de cascabel, observándola, inquieta.
Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.
-Parece una prima sin veneno -decía una, con un tanto de desdén.
-Sí -agregó otra-. Tiene ojos redondos.
-Y cola larga.
-Y además...
Pero de pronto quedaron mudas, porque la desconocida acababa de hinchar monstruosamente el cuello. No duró aquello más que un segundo; el capuchón se replegó, mientras la recién llegada se volvía a su amiga, con la voz alterada.
-Cruzada: diles que no se acerquen tanto... No puedo dominarme.
-¡Sí, déjenla tranquila! -exclamó Cruzada-. Tanto más agregó- cuanto que acaba de salvarme la vida, y tal vez la de todas nosotras.
No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnífico plan de Hamadrías con la catástrofe final, y el profundo sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.
-Resultado -concluyó- dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. Ahora no nos resta más que eliminar a los que quedan.
-¡O a los caballos! -dijo Hamadrías.
-¡O al perro! -agregó la Ñacaniná.
-Yo creo que a los caballos -insistió la cobra real-. Y me fundo en esto: mientras queden vivos los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero con los cuales se inmunizarán contra nosotras. Raras veces, ustedes lo saben bien, se presenta la ocasión de morder una vena... como ayer. Insisto, pues, en que debemos dirigir todo nuestro ataque contra los caballos. ¡Después veremos! En cuanto al perro -concluyó con una mirada de reojo a la Ñacaniná-, me parece despreciable.
Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la Ñacaniná indígena habíanse disgustado mutuamente. Si la una en su carácter de animal venenoso, representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta última, a fuer de fuerte y ágil, provocaba el odio y los celos de Hamadrías. De modo que la vieja y tenaz rivalidad entre serpientes venenosas y no venenosas llevaba miras de exasperarse aún más en aquel último Congreso.
-Por mi parte -contestó Ñacaniná-, creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es nada esta facilidad comparada con la que puede tener el perro el primer día que se les ocurra dar una batida en forma, y la darán, estén bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro inmunizado contra cualquier mordedura, aun la de esta señora con sombrero en el cuello -agregó señalando de costado a la cobra real- es el enemigo más temible que podamos tener, y sobre todo si se recuerda que ese enemigo ha sido adiestrado a seguir nuestro rastro. ¿qué opinas, Cruzada?
No se ignora tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra; posiblemente más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua inteligencia.
-Yo opino como Ñacaniná -repuso-. Si el perro se pone a, trabajar, estamos perdidas.
-¡Pero adelantémonos! -replicó Hamadrías.
-¡No podríamos adelantarnos tanto!... Me inclino decididamente por la prima.
-Estaba segura -dijo ésta tranquilamente.
Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno. -
No sé hasta qué punto puede tener valor la opinión de esta señorita conversadora -dijo, devolviendo a Ñacaniná su mirada de reojo-. El peligro real en esta circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellón a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.
-¡He aquí una cosa bien dicha! -dijo una voz que no había sonado aún.
Hamadrías se volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz había creído notar una vaguísima ironía, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente.
-¿A mí me hablas? -preguntó con desdén.
-Sí, a ti -repuso mansamente la interruptora-. Lo que has dicho está empapado en profunda verdad.
La cobra real volvió a sentir la ironía anterior, y como por un presentimiento, midió a la ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.
-¡Tú eres Anaconda!
-¡Tú lo has dicho! -repuso aquélla inclinándose. Pero la Ñacaniná quería de una vez por todas aclarar las cosas.
-¡Un instante! -exclamó.
-¡No! -interrumpió Anaconda-. Permíteme, Ñacaniná. Cuando un ser es bien formado, ágil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la energía de nervios y músculos que constituye su honor, como el de todos los luchadores de la creación. Así cazan el gavilán, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traición, como esa dama importada que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero.
En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había erguido amenazador al ver esto.
-¡Cuidado! -gritaron varias a un tiempo-. ¡El Congreso es inviolable!
-¡Abajo el capuchón! -alzóse Atroz, con los ojos hechos ascua.
Hamadrías se volvió a ella con un silbido de rabia.
-¡Abajo el capuchón! -se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada.
Hamadrías tuvo un instante de loca rebelión, pensando en la facilidad con que hubiera destrozado una tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate del Congreso entero, bajó el capuchón lentamente.
-¡Está bien! -silbó- Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se concluya... ¡no me provoquen!
-Nadie te provocará -dijo Anaconda.
La cobra se volvió a ella con reconcentrado odio:
-¡Y tú menos que nadie, porque me tienes miedo!
-¡Miedo yo! -contestó Anaconda, avanzando.
-¡Paz, paz! -clamaron todas de nuevo-. ¡Estamos dando un pésimo ejemplo! ¡Decidamos de una vez lo que debemos hacer!
-Sí, ya es tiempo de esto -dijo Terrífica-. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por Ñacaniná, y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos todas nuestras fuerzas contra los caballos?
Ahora bien, aunque la mayoría se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el aspecto, tamaño e inteligencia demostrada por la serpiente asiática había impresionado favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún viva su magnífica combinación contra el personal del Instituto; y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le debía ya la eliminación de dos hombres. Agréguese que, salvo la Ñacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque en seguida, y se decidió partir sobre la marcha.
-¡Adelante, pues! -concluyó la de cascabel-. ¿Nadie tiene nada más que decir?
-¡Nada.. .! -gritó la Ñacaniná-, ¡sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
-¡Una palabra! -advirtió aún Terrífica-. ¡Mientras dure la campaña estamos en Congreso y somos inviolables las unas para las otras! ¿Entendido?
-¡Sí, sí, basta de palabras! -silbaron todas.
La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente;
-Después...
-¡Ya lo creo! -la cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una flecha a la vanguardia.
El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:
-Me parece que es en la caballeriza... Vaya a ver Fragoso.
El aludido encendió el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído alerto.
No había transcurrido medio minuto cuando sentían pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.
-¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.
-¿Llena? -preguntó el nuevo jefe-. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?
-No sé...
-Vayamos...
Y se lanzaron afuera.
-¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza.
Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.
Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto, que, dada la confusión de caballos y hombres, no se sabía contra quién iba dirigido.
El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodllla, y descargó su vara -vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque- sobre al atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad, y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.
-¡Atrás! -gritó el nuevo director-. ¡Daboy, aquí!
Y saltaron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de entre la madeja de víboras.
Pálidos y jadeantes, se miraron.
-Parece cosa del diablo... -murmuró el jefe-. Jamás he visto cosa igual... ¿qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada... Hoy... Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras... Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.
-Me pareció que allí andaba la cobra real -dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.
-Si -agregó el otro empleado-. Yo la vi bien... Y Daboy, ¿no tiene nada?
-No; muy mordido... Felizmente puede resistir cuanto quieran.
Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiración.
-Comienza a aclarar -dijo el nuevo director, asomándose a la ventana-. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.
-¿Llevamos los lazos? -preguntó Fragoso. -¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo cabeza-. Con otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singulares. Las varas y, a todo evento, el machete.
No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día.
-Si nos quedamos un momento más -exclamó Cruzada-, nos cortan la retirada. ¡Atrás!
-¡Atrás, atrás! -gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel , espantadas, derrotadas, viendo con consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.
Llevaban ya veinte minutos de fuga cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún, detuvo a la columna jadeante.
-¡Un instante! -gritó Urutú Dorado-. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.
A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.
-He aquí el éxito de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza-. ¡Te felicito, Hamadrías!
Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!
Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.
Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.
-¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?
-¡A la gruta! -clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.
-¡Pero, están locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-, ¡Las van a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Oíganme: ¡desbandémonos!
Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.
Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.
-¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. ¡A la caverna!
-¡Sí, a la caverna! -respondió la columna despavorida, huyendo-. ¡A la caverna!
La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.
Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.
-Ya ves -le dijo con una sonrisa- a lo que nos ha traído la asiática.
-Sí, es un mal bicho... -murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.
-¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!...
-Ella, por lo menos- advirtió Anaconda con voz sombría-, no va a tener ese gusto...
Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.
Ya habían llegado.
-¡Un momento! -Se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?
Se hizo un largo silencio.
-Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido...
-Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.
No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada ni la presencia del Hombre sobre ellas podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.
El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Esta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías.
Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.
Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuello de la cobra se escurrió pesadamente a tierra, muerta.
-Por lo menos estoy contenta... -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.
Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro. Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.
-¡Entremos! -agregaron, sin embargo, algunas.
-¡No, aquí! ¡Muramos aquí! -ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.
No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.
-¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! -murmuró Ñacaniná, despidiéndose- con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó hirioso sobre Terrifica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.
Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el viente del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. En un segundo Terrífica y Neuwied cayeron muertas, con los riñones quebrados.
Urutú Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la lengua del perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia.
El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón -que tampoco pedían-, con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas cayeron Cruzada y Ñacaniná.
No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado. Había sido mordido 64 veces.
Cuando los hombres se levantaban para irse, se fijaron por primera vez en Anaconda, que comenzaba a revivir
-¿Qué hace esta boa por aquí? -dijo el nuevo director-, No es éste su país. A lo que parece; ha trabado relación con la cobra real, y nos ha vengado a su manera. Si logramos salvarla haremos una gran cosa, porque parece terriblemente envenenada. Llevémosla. Acaso un día nos salve a nosotros de toda esta chusma venenosa.
Y se fueron, llevando en un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida y exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná, cuyo destino, con un poco menos de altivez, podía haber sido semejante al suyo.
Anaconda no murió. Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto -la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación-, toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Aladino y la lámpara maravillosa (Desconocido)


Erase una vez una viuda que vivía con su hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda de plata a cambio de un pequeño favor y como eran muy pobres aceptó.
-¿Qué tengo que hacer? -preguntó.
-Sígueme - respondió el misterioso extranjero.
El extranjero y Aladino se alejaron de la aldea en dirección al bosque, donde este ultimo iba con frecuencia a jugar. Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía a una cueva que Aladino nunca antes había visto.
- ¡No recuerdo haber visto esta cueva! -exclamó el joven- ¿Siempre a estado ahí?
El extranjero sin responder a su pregunta, le dijo:
-Quiero que entres por esta abertura y me traigas mi vieja lampara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera demasiado estrecha para mí.
-De acuerdo- dijo Aladino-, iré a buscarla.
-Algo mas- agrego el extranjero-.
No toques nada mas, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lampara de aceite.
El tono de voz con que el extranjero le dijo esto ultimo, alarmó a Aladino. Por un momento penso huir, pero cambio de idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podía comprar con ella.
-No se preocupe, le traeré su lampara, - dijo Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.
Una vez en el interior, Aladino vio una vieja lampara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cual no seria su sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas.
"Si el extranjero solo quiere su vieja lampara -pensó Aladino-, o esta loco o es un brujo. Mmm, ¡tengo la impresión de que no esta loco! ¡Entonces es un ... !"
-¡La lampara! ¡Tráemela inmediatamente!- grito el brujo impaciente.
-De acuerdo pero primero déjeme salir -repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.
¡No! ¡Primero dame la lampara! -exigió el brujo cerrándole el paso
-¡No! Grito Aladino.
-¡Peor para ti! Exclamo el brujo empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que llevaba en el dedo el cual rodó hasta los pies de Aladino.
En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era el brujo que hacia rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.
Una oscuridad profunda invadió el lugar, Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo, recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.
De repente, la cueva se lleno de una intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.
-Soy el genio del anillo. ¿Que deseas mi señor? Aladino aturdido ante la aparición, solo acertó a balbucear:
-Quiero regresar a casa.
Instantáneamente Aladino se encontró en su casa con la vieja lampara de aceite entre las manos.
Emocionado el joven narro a su madre lo sucedido y le entregó la lampara.
-Bueno no es una moneda de plata, pero voy a limpiarla y podremos usarla.
La esta frotando, cuando de improviso otro genio aun más grande que el primero apareció.
-Soy el genio de la lampara. ¿Que deseas? La madre de Aladino contemplando aquella extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra.
Aladino sonriendo murmuró:
-¿Porque no una deliciosa comida acompañada de un gran postre?
Inmediatamente, aparecieron delante de ellos fuentes llenas de exquisitos manjares.
Aladino y su madre comieron muy bien ese día y a partir de entonces, todos los días durante muchos años.
Aladino creció y se convirtió en un joven apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades.
Un día cuando Aladino se dirigía al mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su casa para contárselo a su madre:
-¡Madre, este es el día más feliz de mi vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.
-Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la mano de su hija Halima dijo ella.
Como era costumbre llevar un presente al Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas.
Aunque muy impresionado por el presente el Sultán preguntó:
-¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a Aladino que, para demostrar su riqueza debe enviarme cuarenta caballos de pura sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta guerreros para escoltarlos.
La madre desconsolada, regreso a casa con el mensaje. -¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige el Sultán? -preguntó a su hijo.
Tal vez el genio de la lampara pueda ayudarnos -contestó Aladino. Como de costumbre, el genio sonrió e inmediatamente obedeció las ordenes de Aladino.
Instantáneamente, aparecieron cuarenta briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando impacientes las ordenes de Aladino, cuarenta Jinetes ataviados con blancos turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo.
-¡Al palacio del Sultán!- ordenó Aladino.
El Sultán muy complacido con tan magnifico regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de su hija. Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo construir un hermoso palacio al lado de el del Sultán (con la ayuda del genio claro esta).
El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y Halima estaba muy enamorada de su esposo que era atento y generoso.
Pero la felicidad de la pareja fue interrumpida el día en que el malvado brujo regreso a la ciudad disfrazado de mercader.
-¡Cambio lamparas viejas por nuevas! -pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lamparas viejas.
-¡Aquí! -llamó Halima-. Tome la mía también entregándole la lampara del genio.
Aladino nunca había confiado a Halima el secreto de la lampara y ahora era demasiado tarde.
El brujo froto la lampara y dio una orden al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.
-¡Ahora serás mi mujer! -le dijo el brujo con una estruendosa carcajada. La pobre Halima, viéndose a la merced del brujo, lloraba amargamente.
Cuando Aladino regreso, vio que su palacio y todo lo que amaba habían desaparecido.
Entonces acordándose del anillo le dio tres vueltas. -Gran genio del anillo, ¿dime que sucedió con mi esposa y mi palacio? -preguntó.
-El brujo que te empujo al interior de la cueva hace algunos años regresó mi amo, y se llevó con él, tu palacio y esposa y la lampara -respondió el genio.
Tráemelos de regreso inmediatamente -pidió Aladino.
-Lo siento, amo, mi poder no es suficiente para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran. Poco después, Aladino se encontraba entre los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones hasta encontrar a Halima. Al verla la estrechó entre sus brazos mientras ella trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.
-¡Shhh! No digas una palabra hasta que encontremos una forma de escapar -susurró Aladino. Juntos trazaron un plan. Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les proporciono el veneno.
Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo.
Sin quitarle los ojos de encima, espero a que se tomara hasta la ultima gota. Casi inmediatamente este se desplomo inerte.
Aladino entró presuroso a la habitación, tomó la lampara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la froto con fuerza.
-¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo! -dijo sonriendo-.
¿Podemos regresar ahora?
-¡Al instante!- respondió Aladino y el palacio se elevo por el aire y floto suavemente hasta el reino del Sultán.
El Sultán y la madre de Aladino estaban felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada a la cual fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la joven pareja.
Aladino y Halima vivieron felices y sus sonrisas aun se pueden ver cada vez que alguien brilla una vieja lampara de aceite.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Agua del pozo (Desconocido)


Había una vez una vez un hombre de noble cuna , que después de atravesar el desierto llego a un poblado lleno de árboles y huertos y lo primero que encontró fue un pozo , sediento como estaba se acerco para saciar su sed , pero el agua estaba tan profunda , que era inaccesible y nada de su alrededor podía facilitarle el alcanzar el agua , por ello decidió sentarse junto al pozo a esperar que pasara alguna cosa y confiando en Dios.
Al poco rato , se aproximo una mujer con una jarra asentada en su cadera y una cuerda en la mano. Al verle allí sentado , con una sonrisa le saludó. - " La paz de Dios sea contigo"y el le respondió .-" Su paz sea contigo"Y la mujer sin decir nada , deslizo de sus manos la cuerda dentro del pozo y atada en un extremo la jarra , que hizo descender lentamente y con cuidado luego se oyó el chapoteo de la jarra al hundirse en el agua , entonces la mujer alargando el brazo , removió la cuerda para que se llenara el recipiente y empezó a tirar de ella hacia arriba con fuerza y cuidado.
Mientras el hombre sentado al lado del pozo le contaba , lo mucho que había viajado y que había conocido todo tipo de pozos .La mujer de cuando en cuando se lo miraba sin dejar de sonreir...y tiraba y tiraba de la larga cuerda subiendo la jarra .
Yo he conocido pozos mucho mas grandes que este y he probado aguas salobres y otras mas dulces y parece mentira la gama de sabores que pueda tener el agua...El hombre comentaba . Ella le dirigía alguna mirada asintiendo sus palabras...al final haciendo un último esfuerzo la mujer cogió por un asa la jarra, la descanso sobre el borde del pozo y recogió la cuerda , agarro la jarra mojada se la planto al costado y dirigiendo una mirada al hombre le dijo .-" Pues muy bien , estad con Dios.." y se marcho.
El hombre sin moverse de donde estaba vio como se alejaba la mujer y abatido se dispuso a esperar que Dios en su Misericordia le proporcionara la manera de poder beber agua de aquel pozo...

jueves, 17 de septiembre de 2009

Abuelita (Hans Christian Andersen)

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda.
Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos.
¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.
Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.
Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.
- Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñecito.
Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; habríase dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita.
En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta.
La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven.
Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca.
Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.

A correr....(Anónimo)


Cuentan que cierto día, estaban en el bosque un caballo y su pequeño hijo, ambos gustaban de correr sin rumbo fijo, solo por el placer de sentir el cálido aire sobre sus cabezas.
Padre e hijo disfrutaban mucho de estas carreras y el compartir sus conversaciones que tanto bien hacia a ambos, siempre tenían pláticas de lo más amenas y realmente existía una comunicación constante entre ellos.
Una mañana, salieron como era su costumbre a correr, estaban muy felices porque era un día espléndido, cuando de repente el pequeño caballo tropezó y cayó rodando, su padre se detuvo de inmediato volviendo sobre sus pasos para ver que le había sucedido a su pequeño hijo.
Se acerco a él para averiguar si se encontraba bien, y el pequeño no lograba levantarse, muy asustado le dijo a su padre: - Siento que no podré volverme a levantar, me siento muy lastimado de una pata.
- Hijo, debes levantarte, acaso ¿Te has roto algo?- Padre, le dijo el caballito, creo que no me he roto nada, sin embargo, un caballo nunca se cae y cuando lo hace, le resulta sumamente difícil levantarse.
- Hijo, estás equivocado, algunos animales como nosotros caen, pero vuelven a levantarse y tu te levantarás, porque tu no tienes nada roto, tu voluntad hará que te levantes y vuelvas a caminar y a correr como siempre lo has hecho, no permitirás que tu mente te haga tomar una decisión equivocada, creyendo que porque has caído no podrás levantarte, además, yo te ayudaré a hacerlo, porque yo precisaré de tu ayuda, cuando caiga y necesite levantarme igualmente.
- Pero padre, ¿cómo podría yo ayudarte a levantar si soy tan pequeño?
- Hijo no se necesita fuerza física para dar esa clase de ayuda, solo se requiere un gran amor, esa es la clase de ayuda que necesitamos, sentirnos apoyados por nuestros seres más queridos, y yo te amo mucho y por esa razón te digo que te levantes, porque todavía tenemos muchos caminos que recorrer juntos.
Y nuestro pequeño caballito, se levantó, se sacudió el polvo, empezó a caminar junto a su amado padre y pronto empezaron a correr como era su costumbre.
CAERSE no es lo importante, lo importante es LEVANTARSE cuantas veces sea necesario.